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Winter is coming


¿Cuánto tiempo hace que no pasas frío? Y no me refiero a esos segundos al salir de la ducha en invierno y correr hacia la toalla, no. Me refiero a frío de verdad. A no ser que seas un/a esquimal o una de esas extrañas personas que se pasea de noche en pantalón corto por el frío febrero de Inglaterra, la respuesta es que hace mucho tiempo. Seguramente no puedes ni recordar la última vez que pasaste frío de verdad, y esa es una buena noticia. A priori. No pretendo negar que es un avance considerable el hecho de poder vivir sin pasar frío, pero tampoco creo que debamos dejar de experimentarlo por completo.


El frío formó parte de nuestra vida durante miles de años. Todavía lo hace, más allá de las calefacciones y las ventanas con doble cristal. Y el frío es uno de los responsables directos a la hora de activar nuestro gen de la supervivencia. En palabras del Doctor Yoshinori Nagumo: El gen de la supervivencia no es uno solo. Se utiliza esta denominación para hacer referencia al gen del ahorro, que combate el hambre; al gen rejuvenecedor, que ayuda a subsistir durante las hambrunas; al gen reproductor, que aumenta la tasa de natalidad; al gen de la inmunidad, que ayuda a vencer las infecciones; al gen anticancerígeno, que ayuda a vencer el cáncer; y al gen reparador, que ayuda a curar enfermedades o el envejecimiento. Se trata de una cantidad inmensa de genes con los que viene equipado nuestro cuerpo. El único problema es que, si no padecemos hambre o frío, el gen de la supervivencia no se activa.


La pregunta lógica al leer estas palabras es: ¿por qué? ¿Por qué todos estos mecanismos de nuestro cuerpo, tan beneficiosos, sólo se activan en situaciones de tensión (hambre y frío)? Y la respuesta es igualmente lógica: cuando nuestro cuerpo se establece en la comodidad, le resulta innecesario activar ningún mecanismo de defensa. Es, por tanto, ante la adversidad que nuestro cuerpo decide actuar. El instinto desesperado de la supervivencia.

Retrocedamos un poco. Que nuestro cuerpo almacene grasas es una gran avance evolutivo. En la época del paleolítico, las hambrunas y el frío estaban a la orden del día. Por tanto, en tiempos de abundancia, el cuerpo aprendió a almacenar tanta grasa como fuese posible para poder sobrevivir cuando la Naturaleza se mostrase más austera. Por supuesto, hoy en día no nos hace falta almacenar grasas, porque no solemos vivir en situaciones prolongadas ni de hambre ni de frío, pero nadie ha informado a nuestros genes al respecto. Así que ellos siguen actuando como lo hacían hace ya más de doce mil años. Nuestro cuerpo espera que pasemos frío, porque así ha sido durante miles de años. Sería un error olvidar que somos hijos e hijas del hielo, puesto que vivimos una larga glaciación (empezó 110.000 años atrás y terminó hace sólo 10.000).


Sabiendo esto, ¿qué podemos hacer? La primera opción es ignorar este conocimiento y la segunda, y más sensata, es aprender a usarlo para nuestro propio beneficio. El estrés térmico (pasar frío) puede resultar algo completamente positivo. De hecho, cada vez más estudios relacionan este aislamiento térmico con la drástica subida de la obesidad. Pero sus beneficios no terminan aquí.


Dediquemos unos momentos a pensar en la hormona adiponectina. Tener niveles bajos de esta hormona influye, no solo en la obesidad, sino también en la diabetes y demás enfermedades cardiovasculares. Tener unos niveles altos, en consecuencia, ayuda a combatir la obesidad, la diabetes, enfermedades cardiovasculares y, como guindilla del pastel, mejora la quema de grasa y la absorción de la glucosa por parte de los músculos. ¿Cómo subir los niveles de la adiponectina? Con la exposición al frío.


Todo esto está muy bien, me diréis, pero yo no estoy gordx, ni soy diabéticx ni tengo problemas cardiovasculares. Me alegro mucho por ti, pero me veo obligada a insistir. Los efectos positivos de la tensión térmica no acaban aquí. Pasar frío ayuda a fortalecer el sistema inmunológico. Por supuesto, llegar al borde de la congelación no ayuda ni en esto ni en nada, y nos debilitará terriblemente, pero las exposiciones cortas e intensas al frío aumentan la presencia de ciertos antioxidantes (como el glutatión) y ayuda a nuestro sistema inmunológico a volverse más fuerte. ¿Sólo eso?, diréis. Pero no, sigamos: la exposición al frío contribuye a alargar la longevidad de las células. Esto es así porque el frío ayuda a la autofagia, que no es más que el proceso de purificación de una célula, o tirar la basura metabólica de éstas.


Por si aún no estáis del todo convencidxs, debéis saber que el frío estimula la noradrenalina (y, por tanto, disminuye el dolor) y, además, mejora los síntomas de una depresión leve. Esta última afirmación, aunque estudiada, todavía está en fase de investigación. Pero el cuerpo es más sabio de lo que pensamos, y cuando se siente amenazado (tensión térmica) genera todas las sustancias que le son posibles para hacernos espabilar. La mejora de los síntomas depresivos es una consecuencia directa de este proceso.


Espero haberos convencido ya de la estrecha amistad entre el frío y nuestros genes, y si todavía no lo he logrado, dejadme añadir que, tras poder respirar, mantener la temperatura corporal es lo que más preocupa a nuestro cuerpo.


Pero centrémonos en la relación entre el frío y el metabolismo. Dicha relación se sustenta en dos pilares: la adiponectina (que, como ya vimos, tiene un efecto anabólico) y el tejido TAM (tejido adiposo marrón o grasa parda). El tejido TAM no goza de ninguna fama y es difícil que hayáis oído hablar de él con anterioridad, así que dejadme hacer las debidas presentaciones.


Hasta hace algunos años, se creía que sólo los bebés tenían TAM. Bien, ya se ha demostrado que no es así. Los adultos TAMbién gozamos de este hermoso regalo de la Naturaleza, aunque en menos cantidad. El TAM hace que perdamos calorías en forma de calor y lo hace saltándose el proceso normal para la quema de grasa (en otras palabras, sin producir ATP). Por tanto, la cantidad y calidad de nuestro TAM influirá de manera drástica en nuestra tasa metabólica basal (la cantidad de calorías que quemamos en reposo).


¿Podemos aumentar nuestro TAM? ¿Mejorarlo? Hay estudios que defienden que podemos aumentar nuestro tanto por ciento de TAM, aunque no hay consenso científico en eso. Lo que sí está claro, es que podemos mejorar su rendimiento si lo sometemos al frío. Es como un entrenamiento. Y a cuanto mejor funcionan nuestros tejidos adiposos marrones, más aumenta nuestro metabolismo. Para entendernos: después de estar expuestos al frío, el TAM empieza a quemar calorías en forma de calor para devolvernos a nuestra temperatura ideal, y este proceso dura muchas horas, lo que acaba resultando en una mayor temperatura corporal que nacerá de quemar los excedentes de grasa.


Quizás podría haber resumido todo esto en dos palabras: adaptación positiva. Nuestro organismo aprende, se adapta y mejora cada vez que es sometido a un estrés.


Ahora sí: si no os he convencido ya de la importancia y beneficios de exponernos al frío en episodios aislados e intensos, ya no podré lograrlo. Pero si os he convencido, la siguiente pregunta que os vendrá a la cabeza es: ¿cómo le saco provecho al estrés térmico?


Hay muchas maneras, desde luego, y muchos grados (hay gente que nada en piscinas de hielo durante diez minutos, por ejemplo), pero aquí voy a exponer, no sólo mi forma favorita y la que practico yo misma, sino también la que considero que es la mejor. Consiste en duchas de agua fría. Para empezar, el agua absorbe mucho calor, y lo hace veinticinco veces más rápido que el aire. E igual de importante es el cuándo que el cómo. Ya hemos dicho que si activamos nuestro TAM, la aceleración del metabolismo dura horas. En realidad, dura casi todo el día, así que el mejor momento para darnos un chapuzón tiritante es por la mañana. No hace falta decir que, a más a más, eso nos ayudará a despertarnos más que cualquier taza de café.


Lo ideal sería estar sumergidxs en una bañera o piscina de agua fría (entre los 15º y los 20º, dependiendo de la resistencia que hayamos desarrollado al frío, la cual irá en aumento) durante unos quince minutos. Ese cuarto de hora es el tiempo que necesita el cuerpo para activar el metabolismo a tal grado que sigamos quemando calorías en forma de calor durante todo el día.


La mayoría, como yo, no tendréis ni piscina ni bañera, así que volvamos al concepto de ducha. No hace falta estar quince minutos bajo la ducha (además, eso sería un gasto de agua considerable). De hecho, la ducha tiene un plus que no tiene la bañera, y es que gracias a la presión de los chorros de agua nos enfriamos más deprisa. La mejor manera es meternos en la ducha con agua tibia (calentarnos, subir nuestra temperatura, para luego bajarla, es una mala idea), e ir bajando la temperatura del agua poco a poco. Cuando lleguemos a nuestro límite de frío (unos 20º grados los primeros días, y nunca bajar de los 15º), esperar unos dos o tres minutos, ¡y correr hacia la toalla! Después del agua fría no volváis al agua caliente. Primero porque anularíamos gran parte de lo que buscamos lograr con nuestro TAM, y después porque sería someter a nuestro cuerpo a un doble estrés térmico, dos cambios muy bruscos de temperatura, y aunque no pasase nada, no hace falta.


Si los baños de agua fría os parecen muy drásticos (o tenéis algún tipo de enfermedad que no os permita exponeros al frío con tanta intensidad), hay decenas de opciones más. Salir a pasear en febrero sin chaqueta -siempre cerca de casa, por si hay que volver corriendo-; caminar desnudos por casa hasta notar el frío; o entrar en verano en cualquier tienda de una cadena de ropa y quedarnos un rato debajo del aire acondicionado. Todo sirve.


Ahora ya lo sabéis, ¡el lema de la Casa Stark nunca tuvo tanto sentido!

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